Cristina Cabrera Vázquez
Es curioso como la gente que vivimos en el mundo occidental y hemisferio norte en general, llevamos años y años, viviendo como un avestruz, paradójicamente. Hemos metido nuestras cabezas en un hueco de la tierra para llevar a cabo nuestro cómodo modo de vida, haciendo oídos sordos y ojos ciegos a lo que está pasando en el resto del mundo, esa parte del mundo que nos aporta la mayor parte de recursos naturales que nosotros usamos y necesitamos, menospreciando y cuestionando a esa gente que, “viene a invadirnos y quitarnos lo que es nuestro”, que viene sin permisos de trabajo y que incluso “ nos transmite las enfermedades”, que tienen rasgos y color distintos a los nuestros.
Ya hace casi año y medio que comenzamos a oír a hablar sobre un virus, contagioso y letal, pero bueno, estaba en China. Incluso se comenzó a mirar mal a todos los ciudadanos asiáticos que vivían en nuestros preciosos y acomodados países.
Después fueron saltando casos esporádicos en Europa, seguíamos como si nada. Pero saltó la alarma en Italia y fuimos “echando nuestras barbas a remojar”, pues nuestro vecino ya se las empezaba a cortar. La cosa en España se complicaba, todos haciendo comentarios y tomando medidas poco a poco, hasta que la situación nos llegó de lleno. Incertidumbre, caos, desinfección, mascarilla si o mascarilla no, cierre de todos los establecimientos, escuelas… En definitiva, todos controlados en casa y sin saber nadie que pasaría.
Dos semanas en casa, nos dijeron, pero se convirtieron en meses. El verano parece que controlaba un poco la situación, pero el invierno volvió a ser caótico, con el hándicap de saber ya lo que era estar confinado y sin saber cómo ni en que momento te puedes contagiar. Nos llaman combatientes, pues hemos estado atrincherados en nuestra casa, esta vez no en un frente con armas a disparar, sino que nos quedemos en casa y con el menor contacto físico posible con personas para tener menos posibilidad de contagio.
La sensación, es de reclusión, pues hay restricciones, no hay vida normal, hay que controlar con quien vas y donde.
Pues bien, yo había vivido esta sensación de reclusión e incertidumbre, pero claro, lejos de aquí, al cruzar el Estrecho. En los Campos de Refugiados Saharauis. La gente que me rodea, familia, amigos, compañeros alumnos, han visto mis fotos y escuchado mis historias, pero esa gente esta lejos y esa situación no es nuestro problema. Últimamente ha vuelto a escucharse, pero vuelven a primar los intereses políticos y económicos.
Cuando allá por enero de 2010, hice las prácticas de magisterio en los Campos de Refugiados de Tindouf, la gente nos contaba como llevaba décadas en una tierra de nadie, viviendo de la generosidad de otros, sin documentación, esperando respuestas que no llegan, comida racionada, atentados de Estado Islámico.
Y bien, viendo lo que hemos estado y estamos viviendo, ¿podemos ponernos en la piel de aquellos que dejan su casa y sus familias, porque le arrasan todo, pasan hambre o los matan? ¿No vemos como los gobiernos juegan con su desesperación?
Seamos agradecidos, y, cuando todo esto pase, que pasará, y podamos abrazarnos y besarnos sin miedo, abramos fronteras, que la ayuda llegue a todas las personas, porque seamos del país, raza o religión que seamos, TODOS SOMOS PERSONAS, nadie quiere barreras ni fronteras.
Como bien escribe y canta mi buen amigo Pedro Sosa “no hay quien ponga barreras al sueño de la esperanza, el alma se aferra a un sueño, y el sueño mueve las barcas…”