Por Pilar Cámara
«Mis raíces fosilizan como una enredadera seca alrededor de mi cuerpo.
Se clavan entre las uñas y la piel y taponan los oídos.
Reptan sigilosamente y escarban.
Se transforman en nudos por mi pelo.
Luego, afloran las canas.
Tengo una relación contradictoria con mis raíces.
Mis raíces desentierran fobias hereditarias.
Moriré de cáncer antes de enterrar a mi madre».
Es un poema de la poeta pozoalbense Ana Castro —la mejor de nuestra generación, sin duda— que leí ayer durante mi participación como moderadora en la mesa redonda ‘Evocación de la mujer rural’ durante las jornadas #MujerRuralCórdoba, puesta en marcha por el Instituto Andaluz de la Mujer con motivo de la conmemoración del Día Internacional de las Mujeres Rurales, que tiene lugar el próximo 15 de octubre.
Soy madrileña, me encanta el lugar en el que nací y crecí, pero un día me marché. He vivido en Pozoblanco los últimos cinco años. De alguna manera, creo que una pertenece para siempre al lugar donde nacen sus hijos. Mi hija ha nacido en esa tierra de Los Pedroches, así que yo ahora también soy de allí.
Por eso, para mí fue un honor que me invitaran a participar en esta iniciativa. Fue muy emocionante sentarme con dos grandísimas escritoras como son Juana Castro, por una lado, y Matilde Cabello, por otro. Fue fantástico conocerlas y escarbar en su memoria, en sus recuerdos de niñas del campo.
«Mi padre y yo dormimos
en la era, y la paja
nos es lecho de estrellas.
Se sienten
las culebras cruzar toda la noche
los haces de cebada, y ratas como gatos
nos roban en el trigo.
Me estremezco y no grito, porque mi padre ronca
bebiéndose la luna, y en el aire
cantan grillos de arena».
Las raíces, otra vez, el mundo rural evocado en unos versos deliciosos de Juana Castro.
También en los primeros párrafos de la novela ‘El libro de las parturientas’, de Matilde Cabello:
«A veces la luna de verano, roja e inflamada sobre los cerros, nos sorprendía aún por el camino terrizo. Ladraban los perros a lo lejos, y el coro de las chicharras y los grillos conformaban todas las nanas que nunca me cantó mi madre, mientras me iba adormeciendo sobre los hombros de él. Olía a sudor y a jara».
Qué belleza.
Tan hermoso como escucharlas hablar de «solidaridad y sororidad», de aquellos pozos en los que las mujeres, cómplices, lavaban la ropa mientras compartían confidencias. De los pucheros de las abuelas. Del jabón casero de las madres. De los ajuares de las novias. Del pan que se amasaba y se horneaba en los campos. De los cuidados, denostados porque «en el mundo laboral había que ser como los hombres», tal y como apuntó Matilde Cabello.
Después, la ciudad, la universidad, la literatura. La escritura de noche, en el caso de Juana Castro, quien, además de dar clases, cuidaba a sus hijos y le robaba horas al sueño para poder escribir.
Por último, el futuro. La ilusión y la confianza. El feminismo como esperanza. Las mujeres rurales como abanderadas del ecofeminismo.
Un placer estar allí, disfrutar tanto, aprender tanto.
Gracias.